Soy adicto, lo reconozco. Cada vez que veo esa sustancia en una aguja se me acelera el pulso y me siento mal. Sólo pensar en ella despierta mis instintos más primarios y hace que un sudor frío resbale por mi espalda. Lo reconozco, soy adicto a la sangre, no puedo vivir sin ella.
Con la primera primera frase, ya supe la última.
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